viernes, 10 de septiembre de 2010

Atendiendo al Sr. Sloane

(Atendiendo al Sr. Sloane)
Joe Orton -autor teatral inglés que a los cuarenta y cuatro años murió asesinado a martillazos a manos de su amante- seguramente hubiera gozado del Atendiendo al Sr. Sloane que se acaba de estrenar en la Ciudad Cultural Konex bajo la dirección del ya prestigioso Claudio Tolcachir y en versión de Marcelo Ramos. Seguramente habría coincidido con Llinás en que “Urdapilleta es una bestia” y en que ella no se queda atrás.
A más de cuarenta años de su escritura original, a más de treinta de la emblemática puesta de Ure (a quien está dedicada la actual) Atendiendo al Sr. Sloane se goza no solo por dos actuaciones que se potencian y se cuidan entre sí, sino porque ese universo Tolcachir (el de la falta trágica, el de la pérdida, el de la omisión) persiste. Y no de cualquier modo: persiste a lo Tolcachir. Con esa mirada de mundo que infla lo trágico hasta tornarlo risueño. Claro: risa complicada si las hay.
En una casa situada en el medio de un basural en donde Kathy (Verónica Llínás) convive con su padre, la aparición como inquilino del joven sr. Sloane (Matías de Padova) viene a corroborar aquella vieja idea (¿vieja?) de que la historia se repite dos veces: primero como tragedia y luego como farsa. Porque Sloane desata los pasados trágicos de los hermanos Eddie y Kathy (y el suyo propio) mostrando que lo que alguna vez tuvo peso y densidad, ya no lo tiene.
El joven -apuesto y sin escrúpulos- seducirá a Kathy y a su hermano Edddie (Alejandro Urdapilleta) poniendo en evidencia los espectros de cada uno, esos que retornan siempre por imposibles de desterrar: la muerte, la maternidad, la soledad, el parricidio (disfrazado de complicidad), la basura de la vida moderna.
Cada uno encerrado en su deseo y atravesado por su propia pérdida, convertirá al joven Sloane en una especie de salvador (no es casual que el personaje de Sloane pase la mayor parte del tiempo en el plano superior de la puesta diseñada por Negrín, de hecho su habitación está en las alturas).
El sexo al que accede Sloane con esa mujer desdentada que le parece espantosa, el amor maternal de ella forzado a disfrazarse de lo que no es, el seductor mundo alejado del basural que Eddie le promete a fuerza de migajas, son parte de la “cortesía de la desesperación”.
Cada uno hará caso a su deseo sin importarle el del otro. Lo único que importa es la posesión, la cual halla su metáfora más perfecta en la posesión del cuerpo. Si todos vienen de la omisión -de un hijo, de un amor, de una vida digna- la brutalidad por saldarla se torna eje de la puesta. Y lo ausentado -no lo ausente, lo desaparecido- sino lo ausentado, parece que solo puede saldarse con la conquista del cuerpo ajeno. A cualquier costo.
Solo Kemp (interpretado por Osvaldo Bonet), ese padre que ha sido testigo de un viejo asesinato del joven Sloane (otra vez un cuerpo ausentado), puede ver más allá de sus propias narices, responder más allá de su propio deseo. Kemp es el personaje más humanizado (o tal vez menos descentrado) de la pieza. Acaso por eso y en contraposición a la espacialidad que habita Sloane, Kemp habita la parte inferior de la casa. Lejos de las alturas, pisa tierra. Pero en un mundo inescrupuloso y descentrado (como aquel en el que escribió Orton, como este en el que se lo reescribe), ver más allá de las propias narices tiene a veces –muchas- un costo demasiado alto: el propio cuerpo, consumado al final de la pieza en muerte, a fuerza de la brutalidad del inquilino y del silencio cómplice de los patéticos hermanos.
Pese a que la obra transita las zonas oscuras, mugrientas y tristes del alma, la misma camina por el trapecio de lo humano con un logrado equilibrio.
Y eso es así porque hay un gran texto (escrito desde el dolor y desde la falta de respeto por el dolor), porque hay un gran actor (acaso uno de los más auráticos, talentosos y generosos que tenemos) y porque hay una gran actriz (que va de la ternura a la perversión sin sobresaltos).
Y también porque hay un gran un director que hace que durante más de dos horas, esos pilares que dicen conformar el teatro –la risa y el llanto- convivan con una precisión más que lograda.
“La angustia corroe el alma”, decía otro iconoclasta llamado René Fassbinder. Alguien que -como el viejo Kemp, como el propio Orton- pagó con su propio cuerpo el haber podido ver mas allá de sus narices.
Cosas de otro mundo, claro está. O para ser más justos: cosa de unos pocos.

domingo, 29 de agosto de 2010

El niño en cuestión (Ciro Zorzoli)

Cuestión de azar, distracción o minuciosos cálculos, el Biodrama numero nueve ha decidido contar la vida de un niño de nueve años. El prestigioso ciclo de Vivi Tellas que se desarrolla en el teatro Sarmiento y que tensa la cuerda entre lo que es –o se dice llamar- realidad, y lo que es – o se dice llamar- representación, eligió esta vez al también prestigioso Ciro Zorzoli para contar la historia de “el niño en cuestión”.

Como la vida misma, cada Biodrama es un mundo aparte. En este caso, Zorzoli dice haber sido conducido por dos ejes a la hora de formular la propuesta: por un lado “que es lo que narra una vida tan corta”, y por el otro, “poder capturar algo de lo real y llevarlo al escenario”.

¿Y que es lo que narra una vida tan corta? Porque si el tiempo se vuelve humano en tanto puede articularse en un relato, es decir, en tanto puede narrarse, ¿no asistiremos –debido a la brevedad del tiempo de vida del protagonista- a un esbozo de narración, a un asedio que de ninguna manera la alcanza, a una experimentación?. Si esto es así, la puesta se hace cargo y por eso se construye a base de fragmentos, de detalles, de pequeñas situaciones, de pedacitos de un lenguaje aprendiz que por ahora solo puede decir ¡buah! o ¡ufa!. Detalles: abrir o cerrar una puerta, saborear la lluvia que cae del cielo, hacer dibujitos, asustar a los grandes, esconderse, correr.

Y esos pedacitos –de una vida pequeña que aún no capturó la narración y por eso se manifiesta en forma de balbuceo- son (¿casualmente?) la vía de acceso al otro eje que desvela al director: ese algo de “lo real” que intenta atrapar y llevar a escena. Lo real: precisamente lo incapturable, lo que no se puede narrar, lo que solo se deja ver por pedacitos, por huellas, por restos.

El niño en cuestión está construida pues desde esa premisa: fragmentos, líneas de acción que se fugan y no logran encauzarse, siluetas y repeticiones. Repeticiones no solo para “domesticar” al niño, sino para dar cuenta de eso incapturable por vías de la lógica del relato, pero que vuelve -por suerte o no, depende de donde se lo mire- una y otra vez.

Y es entonces en un espacio indefinido (y siguiendo la misma lógica podríamos decir “no narrativizado”) en donde cuatro actores (Paola Barrientos, Javier Lorenzo, María Merlino y Diego Velázquez) juegan a ser grandes y a enseñarle a serlo al niño (niño que –como si todo fuera poco - es representado por alguien diferente cada noche).

Son los grandes los que tratan de “ordenar” las cosas. Pero la tarea se vuelve estéril, porque para Zorzoli todas las edades parecen convivir a cada instante, y por eso cuando la trama se dibuja enseguida se desdibuja, y por eso cuando la concordancia toma la delantera, la discordancia le hace una zancadilla y le saca la lengua. Y nos vuelve a nosotros –espectadores- vouyers de itinerarios sinuosos, imprevisibles, hecho de todos los tiempos, de todas las edades, de todos los roles y espacios posibles. Y nos salpica lo real: y es difícil de entender.

El niño en cuestión, abre el juego desde el mismo título y lo lleva al abismo. Abismo y juego: mecanismos que la puesta utiliza para escapar de la trama lógica, para crispar la narración.

El cada vez más interesante y complejo “mundo Biodrama” encuentra aquí, un excelente trabajo actoral (parece que en el cuerpo de los actores, la precisión no tiene problemas para decir presente) y en la dirección, una interesante indagatoria que excede a la problemática de ficcionalizar una vida. Una mirada que interroga sobre el tiempo, que abre la posibilidad de reflexionar sobre lo que no se puede alcanzar. Nunca.

Nada del amor me produce envidia

Infinidad de piropos tuvo la pieza escrita por Santiago Loza y dirigida por Diego Lerman. Uno más merecido que otro, claro está. Que la delicadeza del texto, que la precisión en la dirección, que la belleza de la música, que la actuación soberbia, exquisita y amorosa de María Merlino.

De todas las voces adulonas (con muchísima justicia) hubo la de Diego Manso quien planteó que, entre otras virtudes, Nada del amor me produce envidia tiene la de recuperar un tono de actuación acorde a otros tiempos.

Y es cierto: si algo encanta de esta puesta, es esa intromisión en un código que creíamos perdido, más aún, el abordaje encarnado que de ese código se hace. Mujeres delicadas, costureritas abnegadas, algunas que parecen reinas, pudor en las mejillas, sueños de clase media trabajadora, en fin, un mundo perdido que se recupera apenas se enciende la luz y Merlino arremete con Volvé, himno de la sumisión femenina.

A partir del famoso enfrentamiento entre Eva y Libertad Lamarque, Loza construyó un texto exquisito en el que la famosa confrontación sirve para dar a luz al personaje de la costurera, una simple trabajadora de barrio que solo se escapa de su monótona realidad y se enciende, cuando canta los tangos de Libertad Lamarque. Sucede que un día la conoce y le cose un vestido y sucede también que un día, Eva llega a su taller y le pide justamente esa prenda, la de Libertad, no otra.

Entonces ella, que no tiene nombre, que no tiene ventanas en su taller, que no tiene amor pero dice no envidiar por eso, entonces ella debe, por primera vez en la vida, decidir. Si se lo da a Libertad, o si se lo da a Eva.

Hay dos tipos de personas, dice la costurera en un momento, las que deciden y las que acatan y yo, pertenezco a las segundas.

Es un poco tentador escribir aquí que es a partir de la intromisión del personaje de Eva que ella puede coquetear un rato en el terreno de las que deciden, algo que hasta aquí, parecía negársele. De hecho, y sin dar más pistas para los que aún no la gozaron, hay cierta homologación al final de la puesta entre esta costurera y ellas, algo de desquite de clase trabajadora que se vuelve reina; incluso el cuerpo deviene central, algo que las acerca, las hermana y sobre todo, las inmola.

Nada del amor me produce envidia, es una conjunción perfecta de todo lo que se teje (o se cose, para estar acorde con la pieza) en una puesta en escena: la actuación, el texto, la dirección, la música, el vestuario. Y también, como bien decía Manso, un recupero actoral que Merlino hace a partir de Libertad Lamarque y de todas las cancionistas-actrices de los primeros años del siglo pasado.

Lo extraordinario es poder decidir, dice la costurera bien lejos de la compostura, animalizada y la razón. Y uno se queda pensando en la complejidad de lecturas que plantea la puesta, mientras el corazón no puede más de la emoción y el encantamiento.